viernes, 29 de mayo de 2020

Andrea Perez Arango

Los textos que compartimos  a continuación representan los pensamientos e ideas de los aprendices a partir de un reto de escritura, no hacemos correcciones a gramática, ortografía o estilo porque hacen parte de un ejercicio de creación individual.


LA MUERTE Y EL DELIRIO.

Autora: Yuliana Andrea Pérez Arango.
Co-autora: Yéssica Varela García.
¿A dónde se fue la gente? Se preguntó Cristob mientras se asomaba por la ventana de
la casa citadina que sus hijos les habían comprado a él y a su esposa, 5 años antes de
que ella muriera. La última vez que vio a su esposa con vida fue cuando la despidió en
el anden de su casa, los sobrinos de ella habían ido a recogerla en un jeep blanco para
ir a dar un paseo a las afueras de la ciudad, Cristob se había negado a ir con ella porque
tenía una reunión con un reportero del periódico en el cual había trabajado 25 años.
Esta reunión era con el fin de recoger testimonios, cartas, fotografías de las personas
que habían laborado allí por un largo periodo de tiempo y habían hecho parte de la
historia del periódico, que cumplía su aniversario número 70 dentro de unos meses.
Después de que su esposa muriera a la edad de 83 años, Cristob tomó la decisión de
reducir su contacto con el mundo exterior lo máximo posible, no tenía radio, ni
televisor, ni teléfono, mucho menos celular o conexión a Internet, canceló la
suscripción al periódico al cual había dedicado los mejores años de su juventud, pasó
así varios años, esperando pacientemente a que llegara su hora.
Las únicas veces que salía de su casa era para hacer compras en el supermercado con
el dinero que le enviaban sus hijos, él pasaba su tarjeta y oprimía una serie de números
que tenía anotados en la parte trasera de su documento de identidad, sus hijos se
ocupaban del resto de obligaciones.
Debido a este aislamiento voluntario, Cristob no estaba muy enterado de lo que
pasaba en el mundo, había escuchado a unas vecinas decir que debían quedarse en
casa por un tiempo, a Cristob no le pareció difícil, porque esa era su forma de vida,
cuando se asomó ese día a la ventana, se dio cuenta de que hablaban en serio.
¿A dónde se fue la gente? Se preguntó nuevamente mientras caminaba por las calles
desiertas, se dirigía al supermercado de siempre para abastecer su nevera, parecía
como si la gente hubiera desaparecido, hasta las cortinas de las casas vecinas estaban
cerradas como una barrera al exterior, Cristob pensó que su estilo de vida se había
puesto de moda. Cuando llegó a la puerta del supermercado se enteró de que estaba
cerrado, miró desconcertado de arriba abajo y de un lado a otro buscando respuesta
en los letreros que estaban pegados en la puerta de vidrio. En uno de ellos se
informaba acerca del nuevo horario en el que se atendía al público y las
recomendaciones que se les exigían a los clientes.
Entonces, no tuvo más remedio que dar media vuelta y regresar por el mismo camino
hasta su casa. Al abrir la puerta con la dificultad que representaba esto ya a su edad,
sintió un olor que lo transportó a su infancia. Era un olor indescriptible, solo podía
sentir y recordar. Trató de seguir el olor que cada vez se hacía más intenso y lo llevó
hasta la ventana desde donde vio la ciudad detenida. Allí estaba Mirtha, una vieja
conocida por pocos, nombrada por varios y temida por muchos. Cristob pensó en
pedirle e incluso suplicarle algo que quería hacer desde hace mucho tiempo: hablar y
ser escuchado. Mirtha al principio fue renuente ante la petición y aunque se lo dejó
claro, Cristob ya había empezado a cumplir él mismo su deseo.
-Ella sólo escuchó la sirena, un sonido fuerte y martillante que la acompañó en su
último momento- dijo mientras servía jugo a su invitada.
- ¿Por qué no terminamos con esto de una vez? - preguntó Mirtha, mientras con
desgana bebía el jugo lentamente del frío vaso. Pero Cristob ya no escuchaba, quería
contarle su vida, al fin podría hablar. Ella lo escucharía, pues sabía que no podía
marcharse sin él.
Las palabras salían a borbotones de la boca de Cristob, incluso parecía tartamudear,
sus labios se movían tan rápido como su tic nervioso en la pierna derecha. Estaba tan
feliz de tenerla a su lado, aunque Mirtha tan pálida y flaca no parecía estar muy
cómoda allí. Había llegado después de que Critob la esperaba ansioso, llevaba años
pensando en ella, deseándola en secreto.
-Mi madre era débil, tan débil como lo puede ser una chiquilla de 5 años- dijo él con
voz melancólica -me amaba, lo sé, pero nunca tuvo el valor para luchar, sólo esperaba
que yo viera la luz. Y esa tarde pasó, no era tiempo aun, pero llegaba el momento de
abrir mis ojos y vivir. Una vida que nace y otra que termina en un sólo instante, con un
sólo sonido-.
Mirtha sabía de sobra toda la vida de su anfitrión, conocía perfectamente de su sabio
abuelo y de su miedo a los sonidos fuertes. Había visto crecer sus ganas enormes de
comerse al mundo, de reír, como reían los niños, a la misma velocidad que crecía su
cuerpo. Nunca lo había hecho, pero esa tarde, ella dejó que él le hablara. A pesar de su
vejez, él parecía un niño, tenía el alma de uno y por primera vez, ella escuchó.
-Yo tenía tantas ganas, pero tan pocos motivos para vivir- continuó Cristob- hasta que
la vi ¡La mujer de mi vida! Una tarde al caminar, hábito que tengo desde niño para
despejar mi mente, la vi. Ann era su nombre, el nombre más hermoso del mundo, en el
ser más dulce y cálido de todos. Ella y su hermosura me eran ajenas, pero mi corazón
no lo entendió y cayó en el precipicio del amor. ¿Cómo hablarle? ¿Cómo acercar mi
cuerpo al suyo? Ella no caminaba, ella flotaba entre suspiros y rosas, el viento le
acariciaba al pasar y yo, un estúpido al otro lado del parque, la dejaba ir. Cada día a la
misma hora, mis ojos brillaban con su presencia, sentía su olor en la distancia,
imaginaba su calor a mi lado y moría lentamente con su partida.
Una tarde de frío intenso, donde la lluvia arrullaba y entristecía, ella corrió para
resguardarse de la inclemencia del clima y cayó lastimada por el piso mojado. Corrí a
su lado sin pensar y con un nudo en la garganta le tendí mi mano, la tomó por una
brizna de tiempo, el tiempo suficiente para sembrar en mi mente una necesidad
inmensa de ella. Sin decir ni una palabra se alejó, adolorida, mojada, enojada y triste.
Había notado mi presencia, sabía que yo existía. Se me notaba en la mirada, en el
respirar, todo mi cuerpo gritaba que la amaba y ahora ella lo sabía. Mi mente
enloqueció al pensar que no la volvería a ver, que ella me tenía miedo, que me odiaba
sin conocerme y que nunca sería mi Ann, mi amada ¡Qué equivocado estaba! Durante
nueve días no la vi, los nueve días más largos, dolorosos y solos de mi existir.
¡Volvió! Ella volvió a caminar en nuestro parque, pero era diferente, ahora me miraba
al pasar, me decían algo sus ojos, pero sus labios eran silenciosos. Rogué por un
saludo, mi corazón gritaba un “hola”, pero mi boca se negaba a hablar, no me sentía
merecedor de sus palabras- concluyó con lágrimas en sus ojos.
Cristob no lo sabía, Ann se veía muy joven, pero tenía un corazón marchito, un corazón
viejo, solo y triste. Tan joven y bella era, pero tan afligida y oscura. Él pensó que ella al
acercársele había iluminado su vida, pero fue él quien le dio sentido a la suya.
Ann nunca había sido escuchada, quizás por ser tan tímida tenía miedo a hablar, a ser
juzgada, a ser rechazada por su forma de pensar. Pero qué más rechazo que la soledad,
vivir en medio de tantas personas, de tantos hijos, pero sola. Incluso durante un
tiempo llegaron a pensar que era muda o se había vuelto muda. Ann nunca le amó,
después de muchas cartas, muchas palabras y de estar allí para ella en cuerpo y alma,
cedió. Fue su compañera de vida, la madre de sus hijos, 4 en total.
Mirtha nunca lo había notado, no era lo mismo ver la vida desde afuera a que la
cuente quien la disfrutó y quien la sufrió. Lo que Cristob estaba intentando con aquella
larga historia era robarle unos minutos más a su amiga. Pero como estaba tan
ensimismado, viviendo solo de sus recuerdos, no había notado la belleza de Mirtha, su
tez pálida, sus ojos oscuros y profundos, sus delgadas y frías manos. Ella era sólo
hermosura, una hermosura extraña. Quizás por eso las personas no se le acercaban,
tenían miedo a enamorarse. No era como las demás, simples y comunes. Era divina,
superior, ella atraía con su luz, porque sus ojos tenían un excepcional brillo,
penetrante y helado, un brillo que daba miedo y admiración al tiempo, un brillo que
enamoraba. Tan encantadora como ningún ser viviente lo ha podido ser sobre la tierra,
bella y perversa, producía amor y odio. Cuando Cristob lo notó, sintió miedo, se asustó.
Era una sensación ambivalente, la quería, pero la repudiaba, quería tocarla, pero el
miedo no lo dejaba, ella era su realidad, pero el sólo quería vivir de recuerdos.
Mirtha y Ann se mezclaban en su cabeza, escuchaba a Mirtha con la voz de Ann y
recordaba a Ann con los ojos de Mirtha. Sintió cómo su cuerpo temblaba y empezó a
enloquecer, ya no sabía si era real aquel momento. Un sudor frío recorrió su cuello y
cayó por su espalda. Sus recuerdos empezaron a combinarse y su delirante mente trajo
momentos alegres y dolorosos al tiempo. El aire empezó a faltarle y una agitación
descomunal se apodero de su ser. Poco tiempo pasó y Cristob se tranquilizó, ya no
lucharía con la lucidez, la demencia se apoderaba de él y empezaba a gustarle su
juego. Esa era la magia de Mirtha, enamorar a sus víctimas con su hermosura, con su
energía imantada, los hacía sentir vivos cada vez que ellos se acercaban, pero era sólo
una ilusión, al final, era sólo una estrategia para arrebatarles su último suspiro, para
verlos sufrir.
De pronto, en la mente de Cristob apareció un recuerdo que pensaba se había
borrado, un recuerdo viejo y pasional. No sabía si era real pero igualmente lo dejó fluir,
se dejó llevar por el ensueño y habló.
-Una noche cálida, llena de ruido, voces y licor, lo encontré en el bar de siempre. Pedí
una cerveza fría, debía celebrar por mi cumpleaños, era el primer cumpleaños que
pasaba solo por decisión propia. Busqué su mirada, le sonreí y me correspondió, decidí
acercarme para confirmar si nos conocíamos antes. La cerveza sudaba gotas frías y
humedecía mi mano, nos miramos intrigados, ni siquiera me acordaba de su nombre,
pero estaba seguro de que lo conocía y algo había hecho en mi vida para no olvidar su
cara. Pasaba en medio de la gente sin perderlo de vista…
- ¿Cristóbal? - preguntó él señalando, llevaba varios tragos encima, se notaba en su
mirada perdida y en su apariencia desarreglada -Cristob… sólo Cristob- aclaré mientras
nos abrazábamos muy fuerte y fue ahí, envuelto en sus brazos que recordé de dónde
lo conocía.
Cristob se pasaba el día “tomando fotos” con su cámara de cartón, que había hecho
con cinta y pegamento cuando tenía seis años - ¿se deja tomar una foto? - le preguntó
Cristob a un vecino más o menos de la misma edad que se había mudado hacía una
semana. El vecino afirmó con la cabeza y sonrió ampliamente, se le había caído un
diente y se sentía muy orgulloso cuando mostraba el espacio vacío - ¡Ya! - dijo Cristob
haciendo sonidos raros de esos que hacen las cámaras.
Ese día tomó dos decisiones: ser amigo de su vecino y ser fotógrafo. Guillermo su
vecino, se fue pronto fuera del país con sus papás y no se volvieron a encontrar hasta
el día que Cristob cumplió 69 años, cincuenta de ellos detrás de una cámara.
En medio del inesperado encuentro, Cristob decidió acompañarlo en la mesa y ser un
completo espectador de sus aventuras y hazañas en tierras desconocidas. Lo miraba
atentamente, con la boca un poco abierta y tomando traguitos de cerveza de seguido.
Lo único que le impidió continuar pendiente de las historias de su amigo de infancia
fueron unas ganas incontrolables de ir al baño, propias de la cerveza, llevaba 7 botellas
tomadas de a sorbos. Después de ir al baño y echarse agua en la cara porque ya
empezaba a sentir el efecto del alcohol en su cuerpo, decidió salir un momento y
tomar aire fresco.
Cuando Cristob se paró en el andén, miró hacia ambos lados del camino, en cada
esquina había alguien bebiendo, música diferente en cada bar y en las casas aledañas.
Parecía un pueblo en pleno festejo, como si todos estuvieran celebrando el mero y
simple hecho de estar vivos, que ya es mucho decir. Pasaban carros, chivas, motos y
hasta bicicletas por las calles destapadas levantando polvo. Cristob pensó que,
realmente no podía respirar aire fresco ahí, así que decidió dar una vuelta por el
parque a unas cuadras del bar y fue ahí cuando vio a un hombre sentado en una de las
bancas. La sola imagen le hacía creer que ese hombre siempre estuvo destinado a
estar solo porque se notaba muy cómodo ahí.
Cristob se sentó en otra banca para no perturbarlo, era un hombre bastante flaco, de
ojos y cabello oscuro, estatura promedio y más bien pálido, con una guitarra en las
manos a la cual le sacaba hermosas melodías, lo único que hacía era robarse la
atención de Cristob inconscientemente y lo siguió haciendo por varios minutos.
Cuando Cristob se puso de pie, dispuesto a regresar al bar y despedirse de su amigo
para volver a casa, llegaron tres hombres y se hicieron alrededor del músico, quien de
inmediato les reprochó la tardanza.
- ¡Cristob! ¿Qué hace por acá tan solo? ¿Lo echaron de la casa? - preguntó uno de los
hombres que resultó ser un amigo que conoció cuando trabajaba en el periódico de la
ciudad más cercana.
-No, estaba…- señaló el bar, pero se arrepintió de dar declaraciones -no sabía que
usted era músico- le dijo después de reconocer el instrumento que llevaba en un
estuche negro.
- ¿Nos va a hacer un favor? - dijo poniéndole una mano sobre el hombro izquierdo -es
que este señor- refiriéndose a uno de sus acompañantes -nos contrató para darle una
serenata a la esposa para que lo perdone, pero el muy petardo se pasó de tragos y está
que no puede ni pararse, igual nosotros vamos a tocar, pero necesitamos que alguien
esté pendiente de él. La idea es tocar, que la esposa nos abra, dejarlo en la casa y listo.
A simple vista la idea era completamente ridícula. Un hombre de 69 años, que nunca
había pasado una noche por fuera de la casa y que se dispone a regresar a su hogar
donde seguramente su esposa lo espera, decide irse con unos músicos que lo ponen a
cuidar a un borracho, eso no sonaba mínimamente atractivo a los oídos de Cristob. Sin
embargo, así lo hizo, tal vez para poder observar más de cerca al “llanero solitario”
como le presentaron más adelante al hombre que disfrutaba de su soledad hasta que
ellos llegaron.
-Mi nombre es Eduardo- dijo aquel “llanero solitario” cuando llegaron a su destino y
empezaron a sacar los instrumentos del estuche -Cristob… mucho gusto- respondió
haciendo un esfuerzo para mantener al borracho en pie.
El ambiente era demasiado tranquilo, esa densa tranquilidad que antecede las
catástrofes. Después de cinco canciones, la anhelada dama no se asomó, ni siquiera
dio señales de estar despierta. Ellos esperaban cualquier cosa, ya habían dado
serenatas de ese tipo, donde incluso fueron agredidos, pero lo que sucedió esa noche
fue único, sintieron la opresión de la indiferencia, guardaron los instrumentos en
silencio y fueron saliendo. El borracho se había quedado dormido en el andén. Cristob
se despidió de los músicos quienes emprendieron su camino, la alborada los
sorprendió arrastrando los zapatos ya cansados de tanto andar. Cristob se quedó
parado en medio de la calle, mirando cómo se marchaban y se perdían entre los
callejones.
-Eduardo se detuvo, miró hacia atrás y me sonrió… bueno, eso creo, no estoy seguro…
estoy delirando- dijo Cristob mientras se sentaba con esfuerzo en la mecedora que
estaba en la sala. Eran tantos recuerdos y tantas imágenes que le causaban un dolor de
cabeza punzante y un desaliento en todo el cuerpo. Tal vez ese sea el peso de lo que se
ha vivido.
- ¿Falta mucho para que termine la historia? - preguntó Mirtha que, aunque
conservaba un poco de paciencia en los primeros relatos, ahora caminaba de un lado
para otro bastante intranquila.
-Trataré de ser más breve- concluyó Cristob con los ojos cerrados y haciendo un gran
esfuerzo para continuar. -Un día recibí un sobre en mi casa.
Cristob… Compañero de quien apenas se el nombre. Perdone mi atrevimiento por
enviarle una carta, pero creo que es el único medio posible para comunicarme con
usted. He vuelto al parque donde nos encontramos el viernes y no lo volví a ver, mis
suposiciones de que usted frecuentaba el lugar estaban erradas, así que averigüé con
su amigo, que también es músico, su dirección y ahora que ya creo tener la suerte de
encontrarle, así sea al otro lado del papel, me gustaría que supiera que la noche que
nos acompañó a dar la serenata, usted dejó su pañuelo luego de limpiarle la boca llena
de saliva y vómito a aquel borracho. Yo lo recogí, lo lavé y se lo envío en este sobre.
Lástima que nos conociéramos en medio de una escena tan denigrante como cómica,
de escenas como esa está plagada la vida.
Atentamente,
Eduardo.
Y efectivamente, en el sobre se encontraba el pañuelo perfectamente blanco. Cristob
lo olió y lo guardó de nuevo en el bolsillo, también se percató de que en la parte de
atrás del sobre estaba escrita una dirección ¿era de Eduardo? seguramente… ¿quería
que le respondiera la carta? quizás. Lo cierto es que Cristob lo pensó durante varios
días, antes de responder la carta. Y cuando lo hizo, abrió la puerta para una constante
correspondencia de parte y parte, en la cual pudieron conocerse detalladamente. En
las cartas se referían a cualquier tema, arte, política, sociedad, vida cotidiana, vida en
general y en particular, libros, viajes… sueños.
Hace muchos años que no viajo, de pronto me siento estancado en un solo sitio. No sé
qué tan bueno sea sentirse así… perdóneme el atrevimiento, pero estoy pensando en
buscar un compañero de viaje… me parece que usted puede ser una persona pertinente
en este propósito.
Eso lo escribió Cristob un día y retuvo la carta por más de una semana hasta que tuvo
el coraje de enviarla. En cambio, la respuesta no se hizo esperar. Eduardo tenía una
ansiedad evidente, llegaba siempre antes que todos y parecía tener las palabras en la
punta de la lengua, sus manos sudaban más de lo normal y solo la música era lo que lo
hacía ir a tiempo, con el conteo, con el ritmo, con la lírica, solo la música lo hacía sentir
en el presente.
Las cartas con Cristob le generaban una angustia devoradora, miraba a la puerta cada
hora exactamente mientras estaba en su casa y en el trabajo no veía la hora de salir
para volver a casa y mirar si Cristob le había respondido. Sin embargo, a pesar de su
ansiedad en ningún momento generó incomodidad en Cristob, sabía que su ansiedad
era problema suyo y de nadie más, no le gustaba molestar a la gente. Al responder que
sí a la propuesta anterior, empezaron a planear los viajes también por medio de cartas
y se ponían un día, un lugar y una hora para emprender cada viaje, juntos descubrieron
lugares tal vez no muy conocidos, pero mágicos y maravillosos.
Durante 10 años, se encontraron en aeropuertos, terminales, paradas de buses,
parques, plazas, puertos, caminos… construyeron su propio camino. En esos 10 años,
Eduardo nunca buscó a Cristob en su casa ni viceversa, sólo se comunicaban por medio
de cartas y se ponían de acuerdo para verse y emprender su nueva aventura. Fueron
los años en los que Cristob se apasionó más por la vida, aprendió más cosas, fueron
años gloriosos para él. Sin embargo, cuando el viaje terminaba y se despedían en una
estación de tren o en una esquina y cada uno volvía a su realidad, ahí Cristob se sentía
en otra vida y en otro mundo.
Ann no preguntaba por sus repentinos viajes, simplemente pensaba que eran gajes del
oficio. Cristob no tenía un trabajo estable desde que había dejado el periódico y
muchas veces debía ir a otros pueblos o a la ciudad y tomar trabajos temporales
cubriendo eventos políticos, deportivos o de entretenimiento. En cambio, Eduardo,
trabajaba en el único banco del pueblo y los viernes se dedicaba a la música con sus
amigos, él no tenía a nadie esperándolo en casa. Las vacaciones eran exclusivamente
para Cristob, solo las vacaciones, porque si por algún motivo se encontraban en alguna
de las calles del pueblo, en el parque durante alguna feria o después de misa, se
cruzaban las miradas y nada más.
Aun así, Cristob se sentía viviendo dos vidas, se sentía dividido, viviendo como eterno
esposo, trabajador y responsable, fiel totalmente a su esposa porque la ama con todo
su ser y un hombre que se quiere comer el mundo, ya entrado en los setenta años con
otro hombre que le causa un sentimiento difícil de explicar y que le destruye todos los
esquemas. No dudaba de su amor por Ann en ningún momento, pero veía en Eduardo
la pasión y el destello misterioso de la vida que en el fondo siempre quiso vivir.
-¡Cristob! Necesito que me preste el baño- interrumpió Mirtha al borde de la
desesperación y se dispuso a buscarlo por toda la casa, teniéndose de las paredes.
Cristob estaba en el colmo del delirio, sudando de la fiebre y seguía hablando, a veces
de forma incompresible. Ni siquiera notó la ausencia de Mirtha, se puso las manos
detrás de la cabeza como sosteniéndola para que no se escaparan los recuerdos y
haciendo su último esfuerzo continuó.
-Veníamos en un bus que nos dejó en la terminal de buses de la ciudad más cerca al
pueblo. Cuando nos dirigíamos a la salida, Eduardo señaló un letrero, que hacía
referencia a otra ciudad a la que no habíamos ido -ese podría ser nuestro próximo
destino- dijo de repente. Era la primera vez que proponía un destino tan pronto, sin
apenas llegar a nuestras casas.
-No, no lo será- respondí mirando fijamente el letrero por incapacidad de mirarlo a él.
- ¿Tienes otra cosa en mente? - preguntó aun sin comprender.
-No, es que… no habrá próximo destino- seguía mirando el letrero sin expresión
alguna.
- ¿Se acabó? – preguntó Eduardo como una exhalación. Asentí con la cabeza y
proseguí…
-No, déjalo así. No vale la pena dar explicaciones. Es mejor que termine, así como
empezó, de repente.
No dijo nada más, sólo me besó, pero con ese beso me dio a entender que era la
despedida definitiva. No nos volvimos a escribir, me imagino que se mudó porque
tampoco lo volví a ver ni en alguna de las calles del pueblo, ni en el parque durante
alguna feria o después de misa. Desapareció de forma tan abrupta que hasta llegué a
pensar que nunca había existido.
Cristob se quedó en silencio con la cabeza recostada en la mecedora, por fin lo había
dicho todo… el secreto que había guardado por más de 20 años y que sólo con la visita
de Mirtha pudo contar. Se paró de la mecedora con dificultad para buscar a Mirtha
“¿se fue?” pensó con cierta curiosidad, mientras miraba el reloj y se preguntaba por
qué Ann no había regresado del paseo con sus sobrinos. Le pareció que el tiempo se
había detenido.
Mirtha mientras tanto, había gastado todo el rollo de papel higiénico que había en el
baño, el jugo de guanábana que le dio Cristob le había caído muy mal. Empezó a
buscar por todo el baño otro rollo de papel o al menos algo con qué limpiarse, un
personaje como ella no podía pasar una vergüenza semejante. Abriendo cajones y
destapando tarros encontró una caja llena de papeles, allí estaban todas las cartas que
Cristob le había enviado a Eduardo, desde que decidió responder la primera y enviarla
a la dirección que estaba escrita en el sobre.
Esas cartas nunca llegaron a su destino porque tal como le había dicho el cartero a Ann
un día que lo atendió en su casa -esa dirección ni siquiera existe, por eso se la traje de
nuevo. Intenté buscarla por todo el pueblo, pero no la encontré- Ann recibió la carta y
se despidió del cartero, pero no le dijo nada a Cristob, primero porque de todos los
años que llevaban juntos era la primera vez que escribía una carta y segundo porque
no le había dicho nada al respecto. Cristob, su esposo que le contaba todo con detalle,
si no le había dicho nada, seguramente era porque no quería que se enterara, todo
quedó así. A medida que Cristob escribía, las cartas seguían llegando nuevamente a su
casa, el cartero se las entregaba siempre a Ann, a veces juntaba varias y se las
entregaba por paquete, ella las guardaba en la caja.
Llegaron a ser tantas, que Ann ya estaba pensando qué hacer al respecto. Su esposo
estaba al borde de la locura, escribiéndole cartas a una sombra durante 10 años, largos
e interminables años que pusieron los nervios de punta a esta mujer que lo único que
quería era entender por qué su esposo hacía eso, no se atrevía a preguntarle porque
sabía que acabaría con el mundo que él había inventado. Cuando todo terminó en la
terminal de buses, Ann pudo volver a dormir tranquilamente, se acabaron las cartas
extrañas y los “viajes de trabajo”, recuperó a Cristob, su esposo, el padre de sus 4
hijos.
Mirtha volvió a dejar las cartas donde estaban, se acordó de haber dejado la oz en el
comedor, error imperdonable en su oficio. Cuando salió del baño no vio ni a Cristob ni
a la oz y pensó en lo peor, no sin antes maldecirse por todo lo que había pasado,
arrepintiéndose por el simple hecho de escuchar la vida de Cristob, desde ahí empezó
su mala fortuna.
Decidió buscarlo por toda la casa hasta que lo encontró en la cama que compartió con
Ann casi toda su vida. Ahí estaba tirado y con la oz al lado. Al frente, un espejo de
cuerpo entero que lo explicaba todo: Cristob le apuntó a su reflejo con la oz y causó su
propia muerte

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